Opinión: «Donde se pone el ojo se pone la palabra» Escribe Martin Alanís

Los hechos, como un efecto mariposa, fueron así: un día cualquiera la periodista Marcela Tauro es invitada al programa Sálvese quien pueda de Yanina Latorre. El fin de esa visita fue promocionar el regreso de la nueva temporada de Infama, también por la pantalla de América TV y con la histórica panelista de Intrusos ahora en la conducción. Reflotan un supuesto intercambio de mensajes entre el ex de la Tauro y Lizy Tagliani. Al día siguiente, por la pantalla de Canal 13, Viviana Canosa (ex Intrusos, ex Los profesionales de siempre) levantó el guante y dijo que se cansó de la doble cara de Tagliani, que otrora fue su estilista personal. Apuntó contra la humorista diciendo que no era tal cual se mostraba, recordó viejas rivalidades entre ellas y, para terminar, disparó deslizando que, además de robos, había otros temas como consumo de drogas y menores involucrados. Al día siguiente, y en los que vendrán, los medios configuraron su agenda periodística hablando de esto. Afortunadamente, temas como la pedofilia y la trata de menores se pusieron en boca de todos de nuevo: desde los programas de espectáculos hasta los noticieros centrales ocuparon buena parte de su rutina en hablar de un caso que reviste interés nacional. 

Mientras tanto, en paralelo al “Canosa Gate” sucedía otro hecho: tuvo lugar la condena del ex diputado de Misiones Germán Kiczka a 14 años de prisión por consumir y difundir videos de pedofilia. Otro detalle —a lo mejor el más relevante en términos políticos—, Kiczka fue diputado por La Libertad Avanza y tenía un vínculo estrecho con la actual Ministra de Seguridad Patricia Bullrich, quién tras la detención del ex funcionario, celebró en redes sociales: “Estos desviados mentales la van a pagar”. 

¿Apenas un aleteo? 

Los efectos a largo plazo de la adjetivación en la cobertura periodística, en este último caso, son nimios comparados con los remanentes que van a instalarse en la memoria colectiva después del caso de Lizy: no se remarcará partido político, ni tampoco orientación sexual, no se va a hablar de la genitalidad de los acusados. En el caso de Lizy, independientemente de que la Justicia compruebe si fue culpable o inocente de lo que se la acusa, quedará la asociación libre y permanente de una problemática tan sensible como la trata de menores con la comunidad LGBTIQ+, cuando (otro) detalle no menor, según el UNICEF, la mayoría de los abusadores sexuales de niñas, niños y adolescentes son varones heterosexuales. Ni hablar cuántas veces esos abusos (muchos intrafamiliares) se convirtieron en silencios enquistados en la propia comunidad LGBTIQ+. Es verdad que reírnos de nuestros propios traumas se vuelve nuestro mejor escudo ante el dolor. Lo que me lleva a otro punto.

El silencio es algo frío y nuestros inviernos son muy largos

En más de una ocasión, históricamente, para tener un lugar en la mesa, quienes pertenecemos a la comunidad LGBTIQ+, tuvimos que hacer gracia, consciente o inconscientemente, de nuestra orientación sexual ya sea para “sentirnos aceptados” (las comillas son a propósito), o como un mecanismo de defensa ante un público que espera famélico nada más que esto: un show, puro entretenimiento, bromas con finales obvios pero efectivos, una performance de nuestra intimidad. 

Cuando abrimos las puertas de nuestros clósets, salimos con herramientas precarias para nombrar qué hay del otro lado. O para contarles a los que están afuera, los inviernos que vivimos ensimismados. Nota necesaria: a principios de año, el Gobierno Nacional eliminó contenidos de la ESI por considerar que ejercían “adoctrinamiento”. Estamos volviendo a correr el riesgo enorme de convertirnos nuevamente en un chiste de remate fácil, quitándonos la posibilidad de hacer, a lo mejor, un humor que nos haga reflexionar sobre lo que nos estamos riendo. 

Palabras sueltas

Ahora bien, alejado de cualquier tono fatalista o de ser un purista del humor, pertenezco a una generación alimentada a base de Café Fashion y criados mediáticamente por larguísimas temporadas del Bailando. Esto no es una advertencia ética ni estética de las prácticas periodísticas, pero sí me hace repensar nuevamente, con cierto recelo quizá, el campo semántico con el que elegimos narrar una historia. 

Infama. Sálvese quien pueda. Intrusos. Incluso los nombres de los programas de espectáculos que consumimos parecen premonitorios: saben captar mejor que nadie la intimidad como espectáculo. Y saben vehiculizar en la agenda pública temas que, de otra manera, no llegarían a los noticieros centrales. Todo es político y ningún texto es inocente: desde las palabras que usamos para adjetivar un graph hasta aquellas con las que decidimos ponerle fin a una columna de opinión. Creo que este es el momento adecuado para volver otra vez a calibrar esa mirada, porque donde se pone el ojo también se pone la palabra. 

Y una vez sueltas, las palabras no tienen vuelta. 

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